El anuncio que hicieron los narcoterroristas Márquez, Santrich y otros –regreso a las armas y alianza de las “nuevas” FARC con el ELN– culmina una etapa que comenzó en 2012. Ese año, además del inicio de las conversaciones para alcanzar un acuerdo que pusiera punto final a la violencia –entre las FARC y el gobierno de Juan Manuel Santos–, también marca el punto de inicio del incremento de la producción de cocaína en territorio colombiano –que había sido reducida de forma sustantiva por el Plan Colombia– y, directamente relacionado con lo anterior, un aumento significativo del involucramiento de civiles y uniformados venezolanos en las operaciones y el negocio del narcotráfico.

Muchos analistas de América Latina lo venían advirtiendo: el acuerdo de paz firmado en 2016 no resultaría viable. Para los entendidos en la materia, el que las FARC no cumpliera con el acuerdo del desarme en 180 días y que apenas entregaran un poco más de 7.000 armas en junio de 2017 encendió los botones de alarma. Desde entonces viene señalándose que una parte considerable de esas armas había sido trasladada a Venezuela, donde permanecerían a buen resguardo. La declaración de la misión de la ONU encargada de certificar el proceso sorprendió a los organismos de inteligencia, de Colombia y de otros países, porque señalaba que habían sido entregadas “la totalidad de las armas”, cuando en realidad no se disponía de información confiable sobre la cantidad, diversidad y la distribución de ese armamento.

Y aunque el vínculo del régimen de Chávez y Maduro con las narcoguerrillas se estableció en 1999, en los últimos cinco años se ha producido un salto cualitativo: ya no son meros socios en sus múltiples actividades delictivas, sino que han pasado a ser un factor integrado, constitutivo del poder usurpador venezolano. La diputada a la Asamblea Nacional Gaby Arellano lo ha explicado con palabras que no dejan lugar a dudas: no es que una rama disidente de las FARC se ha trasladado a Venezuela. No. Es que las FARC están en Venezuela, donde sus dirigentes reciben un trato y prebendas superiores a las de un ministro: se desplazan a su antojo por el territorio nacional, viajan protegidos por largas caravanas de seguridad, se les provee alojamiento, comida, servicios médicos, servicios de telecomunicaciones y más, todo ello en medio de una cada vez más implacable hambruna y colapso de los servicios en todo el país. Mientras, por una parte, se negociaba un supuesto cese de la confrontación, entre los propios negociadores de las FARC, se ponía en práctica un plan auspiciado por los hermanos Castro, un plan B, consistente en instalar a las FARC y el ELN en Venezuela.

La cuestión medular no es “la presencia” de guerrilla en 14 estados de Venezuela, tal como lo han descrito decenas de reportajes y lo han ratificado las autoridades de inteligencia de varios países. Esa es la solo la superficie del problema. Lo esencial es que esa presencia supone el control del territorio. Significa que zonas enteras, especialmente en las regiones fronterizas, pasan a estar bajo los dictados y prácticas asesinas de estos grupos. Significa, para los habitantes de esos territorios, pasar a una vida bajo la dominación –a un estado de esclavitud– de bandas especializadas en asesinar, secuestrar, violar, desalojar, ajusticiar, torturar, desaparecer, descuartizar, reclutar por la fuerza, robar, prostituir y hacerse de todas las riquezas –personas, ganados, tierras, minerales, cultivos, industrias, vehículos, fincas, viviendas y edificios– para su beneficio.

La periodista Sebastiana Barráez ha hecho una denuncia que tiene especial relevancia: en Palma Redonda, municipio Ureña, estado Táchira, militares venezolanos están desocupando toda una zona. Cabe decir, están limpiando el lugar, llegando a este extremo: han asesinado a un propietario, por supuestos vínculos con los paramilitares. Las preguntas que derivan de este hecho son las que debemos hacernos los venezolanos: ¿se proponen, acaso, entregar ese territorio a las FARC, al lado de la frontera, para que sea base militar desde la cual ingresar al territorio de Colombia, atacar y luego regresar a protegerse en suelo venezolano?

Los demócratas venezolanos –y también los ciudadanos de Colombia– debemos asumir, por doloroso que sea, que la incorporación de las FARC y el ELN al poder venezolano es un hecho. ¿Para qué?, se preguntarán muchos. En primer lugar, para crear un brazo armado, capaz de una violencia inimaginable hasta ahora, al servicio del poder de Maduro y sus secuaces. Nadie debe llamarse a engaño: uno de los compromisos de las FARC y el ELN, a cambio de los bienes y ventajas que está recibiendo –como la explotación de recursos mineros– es el de impedir el cambio político en Venezuela. No solo aumentará el uso del territorio venezolano como ruta de paso para los cargamentos de cocaína; no solo aumentarán los secuestros, las extorsiones, los asesinatos y todas las formas de violencia que el lector sea capaz de concebir; no solo tomarán el control absoluto de regiones estratégicas donde actuar impunemente y hacerse de los bienes ubicados en las mismas, sino que impondrán reinos de terror, con el propósito de impedir el derecho a la protesta, de impedir la acción ciudadana que exige un cambio inmediato en el país.

La incorporación de las FARC y el ELN al poder de Maduro, proclamada a viva voz en el encuentro del Cartel de Sao Paulo que se celebró en Caracas a finales de julio, despeja en qué consiste el plan de Cuba hacia Venezuela: mantenerse en el poder al costo que sea, apropiarse hasta el último gramo de las riquezas del territorio venezolano, aumentar la participación en el negocio del narcotráfico, convertir a la Fuerza Armada Nacional en aliada institucional y militar de los peores criminales del continente.

 

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