I. El chavismo: un reloj sin cuerda y las señales de su inviabilidad
Es tiempo de hablar con la franqueza que la inteligencia demanda: el chavismo, tal como lo conocemos, ha entrado en una fase terminal de su viabilidad política y operativa. No es un juicio de valor, sino una constatación de la realidad que nos ofrecen los datos más fríos. Las señales de su inviabilidad son cada vez más evidentes y acumulativas, construyendo un muro de imposibilidad que el chavismo ya no puede escalar.
La resiliencia del venezolano ha sido extraordinaria, pero ha llegado a su límite. La pobreza multidimensional sigue ahogando a más de 80% de la población; la escasez y el deterioro de los servicios básicos (agua, electricidad, gas, salud) no son fallas esporádicas, sino la norma, llevando al colapso de los pilares de sustento interno y el agotamiento social.
La migración, aunque más lenta, sigue siendo una válvula de escape que drena el capital humano del país. La frustración no se canaliza en estallidos masivos, sino en una apatía que es, en sí misma, una forma de protesta y una señal de agotamiento. La fe en el «proceso» ha desaparecido, incluso entre sus bases.
La economía venezolana, en su versión chavista, es un ejercicio de autodestrucción; la inflación, aunque contenida por la dolarización transaccional forzada (ahora mutada en desdolarización forzada) y la contracción del gasto, sigue siendo un castigo. La producción petrolera, golpeada por la ineptitud y las sanciones, es una sombra de lo que fue y se ve incapaz de repuntar sin una inyección masiva de capital y know-how que el chavismo es incapaz de atraer, llevando a la destrucción económica. La diversificación productiva es una quimera, pues el modelo rentista ha colapsado y no ha sido sustituido por nada viable.
La pudrición institucional reflejada en la captura de todas las instituciones del Estado, desde el Poder Electoral hasta el Poder Judicial, ha despojado al gobierno de facto de cualquier legitimidad democrática, lo cual no solo genera desconfianza interna, sino que lo aísla en el escenario internacional. Las fisuras internas, aunque discretas, se gestan entre quienes vislumbran que el barco se hunde y buscan una salida personal, más allá de la lealtad ideológica.
La insostenibilidad de la narrativa y el control, usando la amenaza externa como justificación para el colapso, ha perdido toda credibilidad. La gente vive el día a día las consecuencias de la mala gestión, no de un supuesto bloqueo. La represión, si bien brutal, ha perdido su capacidad de disuadir el descontento silencioso o de generar entusiasmo.
El control social basado en el miedo y la dependencia de las «misiones» ha degenerado en un sistema ineficiente y corrupto.