En uno de los quirófanos de un histórico hospital de Caracas, donde alguna vez se realizaron trasplantes renales pioneros en la región andina, hay ahora cajas vacías de medicamentos acumuladas en las esquinas, una lámpara quirúrgica rota y techos agrietados que dejan filtrar el calor.

“Aquí ya no se salva a nadie”, murmura un enfermero en voz baja. Y no todos los hospitales públicos están igual: algunos operan a media máquina, otros se han convertido en laberintos sin agua, sin rayos X, sin suturas.

Las historias de quienes esperan un órgano se acumulan como expedientes olvidados. Una de ellas es la de Juliana Mena, de 36 años, madre de dos hijos y paciente renal crónica desde hace seis.

“Al principio me decían que tuviera fe, que pronto reactivaban el sistema”, cuenta desde Maracaibo, donde asiste tres veces por semana a una unidad de diálisis con máquinas defectuosas. “Después dejaron de decirme algo. Solo conectan la aguja y ya”.

Juliana forma parte de un universo de aproximadamente 7.000 personas en diálisis en Venezuela, de las cuales cerca del 40% podría recibir un trasplante si existiera el sistema de donantes fallecidos. Pero el SPOT fue cancelado en junio de 2017 sin mayor explicación ni reemplazo funcional. Desde entonces, solo quienes consiguen un donante vivo compatible y pueden pagar una intervención en el exterior tienen alguna posibilidad. Dentro del país, la opción privada existe, pero es prohibitiva: una cirugía renal puede costar entre 30.000 y 50.000 dólares, en una nación donde el salario mínimo no supera los 5 dólares al mes. La vida se compra con divisas. Y no todos tienen.

El cierre del sistema de procura fue la confirmación de un proceso largo de desmantelamiento. En los años anteriores, las unidades de trasplante fueron quedando sin inmunosupresores, sin salas adecuadas, sin equipos. El Ministerio de Salud nunca respondió a los reclamos de médicos y pacientes. Para muchos, se trató simplemente de otra víctima del modelo chavista de desgobierno y populismo asistencialista, que convirtió a muchos centros de salud en espacios de abandono.

“Una vez me negaron una transfusión porque no había guantes”, relata José Ricardo, hermano de un paciente hepático. “Al final, lo llevamos a Cúcuta, pero ya era tarde”.

En algunos hospitales, los baños no tienen puertas y los ascensores no funcionan. En otros, las ambulancias son utilizadas como almacenes. En ciertos servicios de emergencia, el olor punzante que domina los pasillos es mezcla de desinfectante diluido, paredes húmedas y desesperación. Cada visita al hospital es una travesía absurda: hay que llevar vendas, jeringas, sueros, gasas, comida, y a veces hasta linternas si se va de noche.

Médicos hacen turnos interminables con salarios miserables y bajo amenaza: los registros de organizaciones como Médicos Unidos de Venezuela dan cuenta de agresiones físicas, detenciones arbitrarias y campañas de hostigamiento contra profesionales que se atreven a denunciar.

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