Un cartón de huevos que supera cinco veces el ingreso mensual de un trabajador (8$ vs 1.48$), y un kilo de carne molida que lo sextuplica (9$), no son solo cifras, sino un reflejo de la hiperinflación y la pérdida de poder adquisitivo que pulverizan la capacidad de los venezolanos para alimentarse.

El queso duro, otro producto esencial con un costo de 8 dólares por kilo, sigue la misma tendencia alarmante. Incluso la sardina, tradicionalmente vista como una opción económica (1.8$), se vuelve prohibitiva para quienes dependen del salario mínimo.

El aceite (5$) y la lechuga (3$) completan un cuadro donde una dieta básica y nutritiva se ha convertido en un lujo inalcanzable para una vasta mayoría.

«¿Cómo comer con sueldos miserables?», no es una interrogante retórica, sino un grito desesperado que resuena en cada hogar venezolano. Con pensiones igualmente anémicas, el futuro para los adultos mayores se presenta aún más sombrío.

Los precios y salarios revela la profundidad de la crisis humanitaria compleja que vive Venezuela. No solo cuestiona la viabilidad económica de las familias, sino que también señala las graves consecuencias para la salud y el bienestar de una nación.

La insostenible situación obliga a los venezolanos a malabarismos imposibles para acceder al derecho fundamental de la alimentación.

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