Por Raul Fuentes

Según una popular leyenda medieval, santa Úrsula, fiel a un voto de virginidad vitalicia, se negó a ser deshonrada y fue martirizada en Alemania junto a otras 11.000 doncellas por Atila y sus hunos. Siempre me intrigó la escala de esa inmolación en defensa de la pureza, y llegué a preguntarme si no era exagerado el número de víctimas de la insatisfecha lujuria bárbara.

El corrosivo humorista español Enrique Jardiel Poncela, «la risa inteligente incomprendida por Franco y la República», escribió, para gusto y disgusto de ambos, unas 80 piezas teatrales ―de teatro del absurdo, podríamos catalogarlas atendiendo a sus peculiaridades― y apenas 4 novelas, a cual más desternillante. A una de ellas, no sé si la más leída, pertenece este párrafo: “Es cierto: existieron doce apóstoles, diez mandamientos y siete plagas. Pero… ¿hubo alguna vez 11.000 vírgenes? (el subrayado corresponde al nombre). Al parecer no las hubo, no en aquel momento, y fueron solo 11 las jóvenes sacrificadas, cantidad magnificada y no corregida en la tradición oral. A la memoria de la santa mártir, alguna vez patrona de las universidades, el santoral consagró el 21 de octubre como su día. Ni ella ni las restantes compañeras de infortunio serán recordadas hoy.

Aunque el Nuevo Testamento no da cuenta de dónde y cuándo nació la consorte del carpintero José, el calendario romano general de la Iglesia Católica dispuso que se festejase cada 8 de septiembre, 9 meses después de la Inmaculada Concepción, la Natividad de la Santísima Virgen María. Es jornada de especial veneración a las advocaciones marianas en todo el orbe cristiano. Con diversas denominaciones ―asociadas por lo general al lugar de sus apariciones, al nombre de sus videntes o a sus leyendas―, engalanadas versiones de la madre de Jesús son reverenciadas en misas y procesiones en un sinnúmero de parroquias, diócesis y arquidiócesis del planeta, casi siempre, actos iniciales de esperados y prolongados jolgorios.  En Venezuela coinciden hoy las fechas de aparición de su patrona, Nuestra Señora de la Coromoto, y de la coronación canónica de la Virgen del Valle, motivo este de fervor y alborozo en el oriente de la nación y, particularmente, en el estado Nueva Esparta.

He comenzado este desvarío dominical evocando acontecimientos religiosos no por creyente ―a Dios gracias no lo soy―, sino porque no descarto, tras las más recientes y ominosas sentencias del tsj ―escribir esta abreviatura en mayúsculas sería una aberración― contra las universidades y el partido Copei, pueda el régimen menguante descargar su artillería contra una institución, la Iglesia, esquiva a sus planes de control total de la sociedad. En realidad, camaradas (y ¿camarados?), la revolución es adjetivamente bolivariana, pero sustantivamente socialista; y, para esta pretenciosa y utópica filosofía seudocientífica, la religión es, a juicio de su mismísimo inspirador, Karl Marx, “el suspiro de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin corazón, así como el espíritu de situaciones carentes de alma. Es el opio del pueblo. Renunciar a la religión en tanto dicha ilusoria del pueblo es exigir para este una dicha verdadera”; sin embargo, el marxismo, advirtió Simone Weil, devino en dogmática doctrina y, consiguientemente, en láudano del intelecto ―LOpium des intellectuels tituló Raymond Aron un ensayo sobre la alineación acrítica de la intelligentsia con el socialismo―.

Durante los años del terror y bajo la égida del incorruptible Robespierre, los revolucionarios más radicales ensayaron descristianizar a Francia e instaurar, en sustitución de la fe católica ―combatida y abolida de hecho―,  un  ceremonial laico dirigido a la exaltación del Ser Supremo ―abstracción representativa de valores ciudadanos e ideales republicanos: liberté, égalité, fraternité― y de la Diosa Razón, entronizada en el altar mayor de la Catedral de Notre Dame a objeto de ser reverenciada de modo racional y no emocional. Quizás Chávez oyó repicar campanas de jacobinos tañidos, e imbuido de una suerte de “sincretismo mágico histórico”, pretendió deificar al Libertador, apelando incluso a la necrofagia y la santería ―sopa de huesos heroicos y babalaos a medianoche en el Panteón Nacional― con miras a convertirse no en profeta del culto al grande hombre, sino en su reencarnación. Murió en el intento. Sus sedicentes legatarios, volcados a glorificarle, degradaron a Simón Antonio al envilecer la moneda nominada con su gracia, y ubicar, a la diestra de Dios Padre, la imagen del redentor barinés.

Hace exactamente un lustro,  septiembre de 2014,  en un “taller para el diseño del sistema de formación socialista” auspiciado por el PSUV,  se  rezó una herética plegaria ―”Chávez nuestro que estás en el cielo, en la tierra, en el mar y en nosotros los delegados y delegadas, santificado sea tu nombre para llevarlos a los pueblos de aquí y de allá […] no nos dejes caer en la tentación del capitalismo y líbranos de la maldad de la oligarquía”, y un etcétera de blasfema cursilería y la inevitable coda ¡viva Chávez!, amén―, con la cual se comenzaba a estructurar la liturgia de la iglesia roja, para indignación de fieles y autoridades de las distintas confesiones establecidas en el país. Y la cosa sigue y se extiende: desde hace algún tiempo funciona en un barrio caraqueño, y fue noticia curiosa en medios internacionales, una capilla con ambición de templo donde se sacraliza a quien mejor vendrían ritos satánicos. Esperemos no se le ocurra al írrito poder judicial intervenir en los asuntos de Dios: ya con sus atropellos a los del César han hecho suficiente daño.

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