El gobierno venezolano está intensificando el férreo control que ejerce sobre las instituciones fundamentales de la democracia en el país, a un ritmo aterrador.

En marzo, el gobierno del Presidente Nicolás Maduro usó al Tribunal Supremo de Justicia, que es completamente servil al poder ejecutivo, para arrogarse las funciones legislativas de la Asamblea Nacional, de mayoría opositora. Luego, orquestó la creación de una Asamblea Nacional Constituyente, integrada exclusivamente por partidarios del régimen, que está actuando como una legislatura paralela. En noviembre, esta nueva asamblea adoptó una ley que concede amplias facultades a las autoridades para prohibir partidos políticos y condenar a penas de hasta 20 años de prisión a los venezolanos que publiquen “mensajes de intolerancia y odio”, incluso a través de redes sociales, una de las pocas vías de libertad de expresión que todavía quedan en el país. También está trabajando con los poderes ejecutivo y judicial para levantarles la inmunidad parlamentaria a algunos legisladores opositores.

Entre abril y julio, la brutal represión en las calles dejó decenas de personas muertas, cientos de heridos y miles de detenidos. Muchos de los civiles detenidos fueron juzgados arbitrariamente en tribunales militares por delitos como rebelión y traición a la patria, y se les negaron garantías básicas al debido proceso. Algunas personas continúan detenidas, y otras fueron puestas en libertad condicional, pero siguen estando sometidas a procesos penales arbitrarios. Los detenidos han sufrido abusos sistemáticos por miembros de las fuerzas de seguridad, y en algunos casos han sido torturados con técnicas como descargas eléctricas y asfixia.

El desmantelamiento de las instituciones democráticas se remonta a la presidencia de Hugo Chávez, el antecesor de Maduro, que inició un copamiento político del Tribunal Supremo de Justicia en 2004. Cuando Maduro asumió la presidencia en 2013, intensificó la fuerte concentración de poder que ya existía en el país y la ha empleado para cometer todo tipo de abusos. Mientras tanto, la economía venezolana está colapsando y la profunda crisis humanitaria le impide a muchas personas alimentar a sus familias o acceder a atención médica básica. Cientos de miles de personas han huido del país.

Sería prácticamente imposible que el progresivo deterioro de Venezuela hacia una dictadura pueda revertirse sin una fuerte presión internacional. Algunas medidas recientes están generando condiciones para que se den acciones multilaterales, y es tiempo de que otros países y organizaciones internacionales actúen sobre la base de estos avances.

Tal vez precisamente porque el mundo está empezando a seguir más atentamente lo que sucede en Venezuela, hace poco el gobierno de Maduro decidió convocar una serie de elecciones. Sin embargo, estas elecciones no han sido más que una parodia de democracia. La elección en julio de los miembros de la Asamblea Constituyente estuvo marcada por señalamientos de fraude hechos por Smartmatic, una empresa británica contratada por el gobierno para supervisar la votación. La empresa concluyó que se habían alterado las cifras sobre la cantidad de votos escrutados y estimó que la participación real había sido probablemente de por lo menos un millón de personas menos que la informada oficialmente, de 8 millones.

En octubre, el Consejo Nacional Electoral organizó elecciones de gobernadores, y el oficialismo obtuvo 18 de las 23 gobernaciones. La oposición cuestionó los resultados. Al igual que en elecciones anteriores, las condiciones previas a los comicios no fueron para nada equitativas. Se inhabilitó de forma arbitraria a candidatos opositores, incluidos varios líderes de la oposición. Sin un poder judicial independiente, no habrá ningún control efectivo de las irregularidades electorales.

Las autoridades venezolanas anunciaron que llevarían a cabo elecciones municipales el 10 de diciembre. Varios partidos opositores se han negado a participar, y han manifestado que no existen garantías de que las elecciones vayan a ser libres y justas. Incluso si la oposición postulara candidatos y ganara algunas de las alcaldías, la experiencia de los últimos años sugiere que no se les permitirá gobernar.

El 28 de julio, el Tribunal Supremo de Justicia condenó a Alfredo Ramos, alcalde del municipio Iribarren del estado Lara, a 15 meses de cárcel e inhabilitación para postularse a cargos públicos por ese mismo período. La decisión fue un castigo por no haber cumplido una medida cautelar que el propio Tribunal Supremo había dictado anteriormente, y que ordenaba a Ramos tomar medidas para asegurar que las personas pudieran circular libremente en su municipio; es decir, se lo castigó por no haber impedido que los manifestantes críticos del gobierno instalaran barricadas.

La condena de Ramos fue el resultado de un procedimiento sumario en el cual no se respetaron las garantías más básicas al debido proceso. No participó el Ministerio Público en la acusación. En vez de ello, durante el juicio, que duró unas pocas horas, la Sala Constitucional del Tribunal Supremo se encargó de acusar a Ramos por haber incumplido la medida cautelar que la propia Sala Constitucional había impuesto, y luego de dictarle una condena. La sentencia es inapelable, y ello viola el derecho internacional.

Ramos se enteró de que había sido condenado a través de un tuit del Tribunal Supremo. Inmediatamente después, al menos 20 hombres enmascarados y fuertemente armados ingresaron en su oficina por la fuerza. Se llevaron a Ramos sin mostrarle una orden judicial. No se le permitió ver a su familia ni a un abogado por 26 días, sufrió una crisis hipertensiva y sigue encarcelado.

Ramos es uno de cinco alcaldes opositores a quienes el Tribunal Supremo condenó tras procedimientos sumarios similares, a mediados de 2017. El tribunal parece haber copiado y pegado sus propias decisiones, cambiando únicamente el nombre y número de cédula de identidad de cada alcalde. Los otros cuatro alcaldes huyeron del país, ante la amenaza de ser detenidos. Dos de ellos cruzaron en pequeñas embarcaciones pesqueras hasta una isla del Caribe, donde compraron pasajes aéreos a Estados Unidos. Otro, de incógnito, pasó por varias alcabalas para cruzar a Brasil, y el cuarto consiguió llegar a Colombia.

La persecución de alcaldes por su pertenencia política empezó en 2014 cuando, durante una represión anterior de protestas contra el gobierno, el Tribunal Supremo inició procesos sumarios contra dos alcaldes opositores. Uno de ellos, Daniel Ceballos, ex alcalde de San Cristóbal en el estado Táchira, sigue encarcelado más de tres años después sobre la base de cargos fabricados. Esta semana, su abogada denunció que Ceballos se encuentra en condiciones de aislamiento en una sede del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (SEBIN) en Caracas hace más de 50 días. Al menos otros tres alcaldes opositores han sido procesados entre 2014 y 2016, entre ellos el ex alcalde de Caracas Antonio Ledezma, quien pasó más de dos años en arresto domiciliario antes de huir del país, a mediados de noviembre de 2017.

Vía: Runrunes

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