La muerte de Alfredo Díaz en el centro de torturas más grande de América Latina, el Helicoide de Caracas, en manos del régimen de Nicolás Maduro, no es un hecho aislado ni un accidente administrativo.

Es la prueba más reciente de que en Venezuela existe un sistema de represión que opera con lógica de exterminio político

Cada nuevo preso que entra a estas inmundas celdas entra con una sentencia implícita, sobrevivir es una excepción.

Alfredo Diaz, exgobernador del estado Nueva Esparta, y figura pública reconocida, murió en las mismas condiciones que denuncian miles de venezolanos: aislamiento, negación de atención médica, torturas psicológicas y un aparato de inteligencia que convierte la cárcel en un espacio diseñado para quebrar cuerpos y voluntades.

Su fallecimiento no sorprende; indigna, porque era previsible, porque era evitable, porque era denunciado y aun así permitido.

El régimen de Nicolás Maduro ya no oculta su patrón.

Lo exhibe. Lo normaliza. Lo institucionaliza.

La muerte de un opositor bajo custodia del Estado debería activar alarmas internacionales instantáneas, pero en Venezuela se ha convertido en una estadística repetida, en un ciclo macabro que avanza sin justicia ni reparación.

La prisión de Alfredo Díaz no respondió a la ley, sino a la retaliación política.

Su muerte no ocurrió por causas naturales, sino por un abandono deliberado.

Su custodia no garantizó protección, sino un corredor hacia el sufrimiento.

El régimen no solo priva de libertad; priva de dignidad, de salud, de vida.

Cada nueva víctima revela un rostro más del sistema criminal que el poder intenta maquillar.

Alfredo Díaz se convierte hoy en un símbolo de un país que resiste, de esa oposición que ha pagado con sangre su compromiso, de esa sociedad que se rehúsa a callar.

A su familia le queda un dolor imposible de medir.

A Venezuela le
queda una advertencia que ya nadie puede ignorar.

A la comunidad internacional le toca asumir que este no es un régimen autoritario más, es un aparato represivo que elimina adversarios.

La muerte de Alfredo Díaz no es el cierre de un caso, es la apertura de un expediente histórico que exige responsabilidades.

Es una señal de que el tiempo del silencio terminó.

Es un recordatorio brutal del precio que el régimen está dispuesto a cobrar para mantenerse en el poder.

Alfredo Díaz no murió, lo dejaron morir.

Y esa diferencia lo cambia todo.

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