Por Leocenis García

Caracas, Octubre. 2021.

Hasta ayer era un devoto del olvido y el perdón. Ya no tanto.

Cuando recibí la llamada de Margareth Baduel, hija del General en Jefe Raúl Isaías Baduel, al que me unieron 16 años de amistad, desde mi tiempos de estudiante de comunicación social, y él jefe de la Guarnición de Maracay, me quede llenó de un profundo odio.

Un sentimiento al cual le he huid toda mi vida.

Pensé en mi profundo desconocimiento de la capacidad de maldad de la cabezas visibles del régimen, que los hijos de Baduel serían liberados hoy. No ha sido así.

En contraposición como los capitanes de los pelotones más horrorosos del nazismo, decidieron amenazar a uno de los hijos, al cual pusieron a ver en cámara lenta la muerte de su padre. Y como sino bastara, decidieron mantener “preso” el cadaver del General en Jefe Baduel, controlando su inhumación. Para que hasta lo cubriera la última palada de tierra, estuviera rodeado de los esbirros de la policía secreta del régimen.

Bien ha dicho a grito herido Andreina Baduel: “Lo mataron”.

Es un crimen de Estado.

Nada me hizo predecir, ni sospechar, jamás que el General Baduel terminaría siendo a Nicolás Maduro lo que las víctimas de Bosnia serían para Milosevic.

El mundo, como quien mira un filme del terror, ha seguido la secuencia de un hombre que se había revelado políticamente contra el régimen de Hugo Chávez, y ahora preso , se le encarceló a todos sus hijos y persiguió a los demás. Se le enterró vivo en “ “La Tumba” como una bestia, y se le trató como si fuera un terrorista.

Baduel no mató a nadie. Baduel no torturó a nadie. Ni siquiera usó la violencia para emitir mensajes políticos, lo que pudiera haber sido tipificado efectivamente como terrorismo. No. Nada. Cero.

Sus mensajes fueron políticos: humillar a Chávez cuando lideró el triunfo contra su reforma comunista. Antes, dar un discurso a una soldadesca leal al Gobierno a la que advirtió que el socialismo era una ideología fallida.

Pero, Baduel no los agredió. Les habló de un país extraviado que había que rescatar.

Baduel ha sido asesinado. Punto.

No por azar la constitución venezolana del año 1999, a la cual tienen el arrojo de endosarle el nombre de Bolívar, sentencia sin adornos, en el artículo 49: El derecho a la vida es inviolable. Ninguna ley podrá establecer la pena de muerte, ni autoridad alguna aplicarla.

El Estatuto de Roma, aplicable en su artículo 8 al asesinato extrajudicial de Baduel, obliga a enjuiciar a los gobernantes culpables de graves violaciones de derechos ciudadanos, aunque no hayan manchado sus propias manos de sangre.

Esta justicia planetaria es “justa” en el sentido político y en su vertiente jurídica. Se aplicó en la antigua Yugoslavia a dirigentes del pueblo serbio, y en Ruanda a los asesinos y sus cómplices de la etnia hutu.

Luego de ver, las infaustas y confusas declaraciones de las autoridades del Estado venezolano sobre la muerte del General en Jefe Baduel, queda claro que padecen del mismo virus que impidió Milosevic, midiera las consecuencias de sus actos.

Un demócrata defiende la vida , y si es coherente ha de lograr en primer término que se admita la universalidad de los derechos por los que vela.

Y, como deducción de lo anterior, ha de conseguir que todos los que los conculquen pueden ser juzgados por jueces que añaden la independencia derivada de ser totalmente ajenos al lugar en que se han cometido esos crímenes.

Se comprende que la revolución, como se llama a este imperio del hambre y la barbarie, no acepte una justicia distinta, superior a la de sus propios tribunales. Pero lo que no se comprende entonces es que siga llamándose a sí misma democracia.

La situación me recuerda hoy la Argentina antes que los militares, que no estaban con Isabelita, reaccionaran. Se vive ahí, una situación de extrema gravedad y degradación institucional; se ensaya, como si de conjuros santeros se tratase, diferentes medidas en el campo económico, intentando aliviar la situación, pero acaban en una auténtica catástrofe. Prorrumpen colas, saqueos, inflación y desempleo.

El resultado es ominoso. López Rueda una suerte de Diosdado Cabello, hombre con complejo de policía, aguijonea a la presidenta para tomar medidas ilegales en el combate de quienes protestan, deteniendo y asediando disidentes a quienes inmediatamente se les tortura e inventan delitos en juicios constituidos por el propio procedimiento en un fraude a la ley.

Así, de tanto en tanto, se consigue arribar a las primeras semanas de 1976. La guerra civil domina la escena, el gobierno de María Estela Martínez de Perón es impotente para controlarla. Ni el oficialismo quiere seguir haciéndose cargo de la situación ni la oposición quiere reemplazarla. Todos ubican las miradas en las Fuerzas Armadas para que solucionasen de oficio lo que la dirigencia política no sabe, puede ni quiere resolver.

De nada valen ya el testamento del presidente “reelecto” Juan Domingo Perón ni la claridad de las normas constitucionales que disponen lo necesario para respetar el mandato. En aviesas circunstancias y puestas en orden las justificaciones afloran los aclamados benefactores de la patria.

“No era una situación que nosotros pudiéramos aguantar mucho: los políticos incitaban, los empresarios también, los diarios predecían el golpe. La presidenta no estaba en condiciones de gobernar. El gobierno estaba muerto”, confesaría años más tarde ante el estrado Jorge Rafael Videla, comandante del Ejército que se convertiría en presidente de algo llamado Proceso de Reorganización Nacional.

No inventó nada , hago historia.

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