El debate sobre una posible intervención que acabe con el gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela ha tomado un rumbo equivocado, pues la estrategia de Trump es la de ofrecer a los militares venezolanos la posibilidad de gozar de reconocimiento internacional y amnistía, siempre que, a cambio, lideren un golpe y derroquen al presidente, publica El Espectador.
Por Victor Mijares
El debate sobre una intervención que acabe con la dictadura de Nicolás Maduro en Venezuela ha tomado un rumbo errado. Discusiones sobre la conveniencia se han mezclado con los de la posibilidad de una operación de una envergadura sin precedentes en las Américas. Además, en la memoria reciente siguen frescas las imágenes de Afganistán, Irak y Libia, las grandes intervenciones de lo que va del siglo XXI. Esos recuerdos alteran el análisis y no permiten ver con claridad lo que podría ocurrir en el país vecino. En esta nota pretendo reencauzar el debate sobre las intervenciones, yendo más allá del esquema de zonas de exclusión aérea y marines en el terreno, contextualizando histórica y geopolíticamente el tipo de operación que parece estarse gestando desde los Estados Unidos con la participación de Colombia.
En primer lugar hay que dejar en claro que una intervención convencional (al estilo de las mencionadas en Asia Central, Medio Oriente y Norte de África) no es viable, y al no serlo, es inconveniente. Las razones comúnmente expuestas para esto tienen que ver con la legalidad internacional, por un lado, y los apoyos extra-regionales de Venezuela (China y Rusia), por el otro. Además, se incluyen las tradicionales aprehensiones latinoamericanas con respecto a acciones de fuerza directas de los Estados Unidos en la región. Pero la viabilidad de una operación como la que se plantea en este desviado debate tienen que ver también con un factor táctico generalmente ignorado, y es la capacidad defensiva antiaérea venezolana. Mucho se habla, a ambos lado de la frontera, de los poderosos Sukhoi SU-30. La opacidad de la información sólo nos permite presumir que apenas cuatro (4) de esos veinticuatro (24) cazas-bombarderos estarían en condiciones operativas de combate. Así, la capacidad ofensiva aérea venezolana estaría limitada.
Distinto es el caso de las capacidades antiaéreas. Venezuela adquirió de Rusia trece (13) sistemas S-300, lo que le permitiría interceptar blancos aéreos a una altura máxima de 30 km, con un alcance máximo de 200 km, y con una precisión de hasta un 95%, incluso contra objetivos supersónicos. No olvidemos que los sistemas de defensa rusos han sido desarrollados teniendo como objetivo neutralizar las capacidades ofensivas de los sistemas de la Otan. Por si fuera poco, Venezuela podría contar con hasta 2,500 Igla Manpads, lanzaderas manuales de cohetes tierra-aire, de corto alcance y capaces de ser operadas por una persona. Ambos sistemas defensivos son móviles, lo que los hace virtualmente invulnerables. La superioridad antiaérea venezolana, de manufactura rusa, es un factor con el cual no contaron los talibanes, Gadafi, ni Saddam, y haría que el establecimiento de una zona de exclusión aérea fuese muy riesgosa, sobre todo para un gobierno asediado desde dentro, como lo es el de Trump. Estos datos tácticos son ampliamente conocidos por los estrategas militares, razón por la cual el tipo de intervención de la que se habla no corresponde a las clásicas ya mencionadas.
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VÍA LA PATILLA.