Es quizás la redoma más neurálgica de la ciudad. La circundan el desorden y el comercio informal, una actividad que no se detiene y que moviliza a toda una parroquia de 800 mil habitantes cuyo mayor estímulo son las ventas por cuenta propia.

Es la Redoma de Petare, un mercado enrevesado, a cielo abierto, donde se consiguen los productos básicos que faltan en la mesa: arroz, leche, azúcar, harina de maíz y mantequilla: Es el grueso de la cesta básica que en 2014 el Ejecutivo prohibió vender en las calles, en la Gaceta Oficial 40.526 de octubre de 2014, que tres años después luce como un estéril intento de detener la especulación y el contrabando de alimentos.

Lejos de ser clandestinas, en Petare las ventas transcurren bajo la mirada de los funcionarios de seguridad. Es un mercado negro donde el artículo que más escasea es el más costoso. Allí todos sacan dividendos: el que compra lo que necesita, el que revende productos CLAP y los que vigilan, que son policías y militares que cobran vacunas por dejar vender, reconocen quienes se ven involucrados en ese círculo.

El azúcar, al igual que el café, se comercializa en presentaciones inusitadas, en porciones de 100, 200 y 600 gramos. Las medidas se pierden de vista y no hay ningún amago de orden. Algunos alimentos se venden también por cucharadas, entre ellos la leche.

Manda el dólar Today

Los vendedores se cuentan por centenares y cada uno reclama su puesto en la calzada. Odreman Martínez dice que están los que venden por un día, para salir de apuros. Los que “martillan” con las tetas de aceite o café y señala también a los que tienen la mafia con el Gobierno. Que, a decir de Odreman, son funcionarios de bajo rango que trabajan en alguna institución del Estado y que gozan de ciertos privilegios para acceder a algunos rubros, que luego son vendidos en la calle.

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Menciona además a quienes están inmersos en la fiebre por venderlo todo: las familias pobres que se marchan del país, los “pichacheros” que recogen de la basura y los desempleados de siempre que zanjan sus dificultades revendiendo trastos viejos.

“Aquí uno trata de ganarse la vida haciéndose amigo de todos. Del policía, del loco que está pegado con el Gobierno, del que compra. Aquí hay que saber llevar las cosas para no comerse la luz”, aduce Martínez.

En el lugar se impone la urgencia de la crisis. Las conversaciones están sembradas de reclamos. Y los compradores y vendedores manejan con ciertas destrezas algunos tecnicismos: inflación, demanda y oferta. Josefina Delgado piensa que redunda en un diagnóstico de país que se le antoja tedioso. “Se debe producir para garantizar la comida a todo el mundo, que las mamás puedan comprar leche para sus hijos cuando quieran y sin necesidad de hacer colas”.

No solo el tráfico espeso de la Redoma de Petare le toma el pulso a la ciudad. También lo que allí se ofrece. Al lugar van personas de distintos sectores de Caracas y estratos sociales. Miriam Maldonado prepara ensaladas por encargo y acude cada vez que necesita algún producto con urgencia, como la mayonesa que busca esta vez.

Los costos fluctúan conforme transcurra el día y aumentan según el dólar. La economía responde al mercado paralelo de divisas. Eduardo Villalta es de Lomas de Propatria y dice que no se toma el tiempo para decidir. “Vengo y compro lo que busco y ya”, afirma.

Pero reconoce que no todo se puede comprar en la redoma. El café, por ejemplo, tiene más detractores que compradores. Villalta asegura que el producto proviene de la basura, de las bolsas desmembradas a las puertas de las panaderías y algunos restaurantes que desechan la borra del café y que luego es amasada por quienes, por fuerza del hambre, se dedican a requisar los desperdicios de la ciudad.

Una mujer de voz gruesa ofrece un kilo de azúcar en 155 mil bolívares y exhibe otros tres productos sobre una caja menuda de cartón. Son artículos regulados que recibe del Gobierno y explica que los ofrece para pagar la bolsa CLAP. Dice que en casa son ella y sus dos hijos y se niega a dar su nombre.

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“La maracucha”, como es conocida en el lugar, despacha la conversación con una frase que resume la dinámica de la Redoma: “Este es un lugar donde se viene a ganar. Si te quedas pegado, pierdes”.

“Aquí se ve de todo, mijo. Esto es enea”, dice Carmen Buendía. En el lugar pululan también los juegos de envite y azar, las ventas de billetes descontinuados y hay puestos clandestinos de compra de oro. Se trata de un mercado que se erige a primera hora del día, mucho antes de que el Metro abra sus puertas, dice Buendía.

Compradores de emergencia

Albani Rivero vive en el Barrio Julián Blanco, de Sucre, y es asidua a la Redoma. Cuenta que es la única opción que tiene para acceder a los alimentos. “Estoy consciente de que es muy delicado, pero no me queda de otra, tengo dos hijos, no me llega la caja CLAP y lo que aporta mi marido no es suficiente”.

El desabastecimiento golpea a las familias más vulnerables y las obliga a recurrir a mercados improvisados, ventas de productos al menudeo, que se expenden en bolsas transparentes, sin permisos sanitarios ni etiquetas de seguridad, un negocio que se erige al margen de la Providencia 175 del Ministerio de Salud, que establece todas las normas sanitarias para la venta.

Hugo Natera es de La Dolorita, se moviliza en silla de ruedas y comenta que tiene 25 años en la Redoma de Petare. Llegó de Barlovento cuando tenía 16 años y ahora tiene seis puestos, la mayoría de ellos de verduras, un rubro que ha ganado adeptos en tiempos en los que escasean los alimentos. Señala que más del 50% de los puestos son de vegetales y verduras.

“En este país nunca se había comido tanta yuca ni plátano como ahora. El tubérculo pasó de ser un acompañante a un sustituto indispensable. En un día bueno, puedo vender más de 500 kilos, entre yuca y plátano”, dice.

La premura de algunos compradores, el intercambio atropellado de palabras y el aspecto de algunos productos servidos en bolsas transparentes hacen que el ambiente luzca enrarecido, con ciertos aires agrestes.

Quienes recurren a los buhoneros de Petare saben que compran a bachaqueros, personas que de alguna u otra forma acceden a los productos subsidiados por el Gobierno que alimenta un mercado negro donde se revende todo: la crema dental, el detergente para ropa y los productos de aseo personal.

Entre los vendedores, hay también unos pocos que admiten el trueque como forma de pago, pero el mecanismo requiere negociación y verborrea. No es una práctica abierta y ocurre más entre conocidos. “Yo no hago nada para perder, si alguien viene con azúcar y me conviene, hacemos el intercambio”, dice la buhonera Florencia Núñez.

Canibalización

En el lugar acontece también una economía primitiva que se alimenta de la canibalización de electrodomésticos, cauchos desvencijados y repuestos desgastados. Son, en gran medida, los desechos de una ciudad que se desarticula y cuyos habitantes más pobres consiguen en la basura una fuente de comida y de trabajo.

A pocos pasos de la estación del Metro Petare, un hombre de aspecto pulcro y buen vestir recoge del asfalto las colas que quedan de una venta callejera de pescado. Se zambulle debajo de una mesa de madera que es el lugar de despacho, hunde la cabeza en una bolsa y extrae más aletas.
Las huele, las sopla en un intento por arrancar la mugre y las deposita en un saco de tela que escurre un caldo pestilente. La mayoría lo ignora. Es el retrato de la pobreza que también se reproduce en Petare, un lugar donde deambulan menores que se abalanzan sobre quienes intentan proveerse de alimentos, para pedirles el desayuno que aún no se han comido.

La congestión de vehículos parece ser la norma en el lugar. Yalimar Monasterio desgrana con su verbo apresurado la realidad que asedia a quienes transitan por allí. Explica que en Petare proliferan pequeñas bandas, compuestas principalmente de niños y adolescentes, que arrebatan carteras, celulares y bolsas. El robo famélico, dice Yalimar, gana terreno en un sitio que es considerado el barrio autoconstruido más grande de Latinoamérica, que es la suma de 1.500 barriadas.

El perro de Yalimar, del que solo queda el costillar casi desnudo, parece un espectro de la crisis. Es la ruina de sí mismo. Cuenta que se llama Araguaney, por su pelaje amarillento, pero se ha ganado también el mote de “sinhambre”.

Así lo bautizó cuando empezó a adelgazar este año. Piensa que la salud de su mascota ha ido en detrimento, tanto como la suya. “He visto cómo los otros vendedores comen solo arroz para medio pasar el día. Y los que traen alguna pieza de pollo, se mastican hasta los huesitos”

Vía NoticieroDigital.com

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