Hoy, en la apertura de la 24ª Asamblea de Estados Parte de la Corte Penal Internacional (CPI), el fiscal adjunto Mame Mandiaye Niang anunció que la Fiscalía cerrará su oficina en Caracas, alegando la falta de “progreso real” en materia de complementariedad y la necesidad de administrar mejor unos recursos limitados. Mientras en La Haya se presenta esta decisión como un ajuste técnico, para muchas víctimas venezolanas el anuncio llega tarde y confirma que el experimento de “cooperación” con el régimen de Nicolás Maduro nunca tuvo bases reales.
La Patilla conversa en exclusiva con el profesor Robert Carmona-Borjas, abogado, defensor de derechos humanos, víctima reconocida formalmente en la Situación Venezuela I ante la CPI y CEO y cofundador de Arcadia Foundation, organización que durante años ha impulsado acciones jurídicas para denunciar el conflicto de interés del fiscal Karim A. A. Khan y la inercia institucional que ha permitido la prolongación de los crímenes de lesa humanidad en Venezuela.
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¿Cuál fue su primera reacción cuando escuchó hoy al fiscal adjunto anunciar, ante la Asamblea de Estados Parte, el cierre de la oficina de la CPI en Caracas?
Mi primera reacción fue amarga: no fue sorpresa, fue confirmación. Lo que el fiscal adjunto describió como una decisión responsable frente a la falta de “progreso real” yo lo leo como la confesión tardía de un experimento que, desde su origen, estaba condenado al fracaso.
Cuando se decidió abrir una oficina de la Fiscalía en Caracas y se vistió esa apertura de un lenguaje de “complementariedad positiva” y cooperación técnica con el régimen, ya existía un acervo abrumador de informes de Naciones Unidas, de misiones internacionales de determinación de hechos, de organismos de derechos humanos y de organizaciones venezolanas que demostraban que el aparato judicial en Venezuela no era un socio posible, sino parte del problema: era el instrumento de la represión.
Por eso, oír ahora que se cierra la oficina porque no hubo “progreso real” es escuchar a la propia Fiscalía decir, en voz baja, que se equivocó de diagnóstico y de método. El cierre, tal como ha sido presentado, no es un acto de lucidez inicial; es la rectificación tardía de una decisión que nunca debió haberse tomado en los términos en que se tomó.
Usted ha dicho que esa oficina nunca debió abrirse. ¿Por qué considera que su creación fue, en sí misma, un error grave?
Porque la oficina nació sobre una ficción: la ficción de que en Venezuela existía un margen razonable para la complementariedad. El principio de complementariedad, tal como lo recoge el Estatuto de Roma, exige que el Estado muestre voluntad y capacidad genuinas de investigar y juzgar a los responsables de crímenes de lesa humanidad. No se trata de decorar el expediente con reformas cosméticas o procesos contra subalternos; se trata de ir a la cadena de mando, de desmontar la política de persecución, de tortura, de encarcelamiento de opositores.
En el caso venezolano, la CPI ya había escuchado a las víctimas durante años; ya había valorado documentación sobre ejecuciones extrajudiciales, torturas, violencia sexual, persecución política, desapariciones forzadas. No estamos hablando de dudas razonables; estamos hablando de un patrón sistemático y de larga duración. Aun así, se optó por la ruta de la oficina en Caracas, de los memorandos de entendimiento, de las fotos de alto nivel con el propio Nicolás Maduro y sus funcionarios, como si ese andamiaje pudiera producir justicia.
Ese diseño no fue ingenuo: fue, en el mejor de los casos, un acto de voluntarismo irresponsable y, en el peor, una apuesta que cayó en la corrupción ética. Se trasladó a las víctimas el mensaje de que el régimen podía ser, al mismo tiempo, victimario estructural y socio privilegiado de la Fiscalía en un modelo de “cooperación”. Esa contradicción era insalvable. Hoy, la propia Fiscalía reconoce, con palabras suaves, lo que las víctimas sabían desde el primer día: no hubo, ni podía haber, complementariedad auténtica en Venezuela.
¿Por qué habla de “corrupción ética”? ¿Está diciendo que la Fiscalía actuó de mala fe?
Permítame ser muy preciso. Cuando utilizo la expresión “corrupción ética” no estoy aludiendo a una transacción económica o a un soborno clásico; hablo de una degradación del juicio moral de una institución. Cuando una Fiscalía de una corte penal internacional, plenamente consciente del contexto de un país, decide privilegiar la imagen de cooperación con un régimen autoritario sobre la urgencia de proteger a las víctimas, se ha cruzado una línea.
Durante años, el mensaje fue: “confiemos en la complementariedad, esperemos a que el Estado venezolano haga su parte”. En la práctica, eso significó darle tiempo al régimen para reorganizar su narrativa, ajustar sus estructuras represivas, y seguir torturando, encarcelando y expulsando a opositores mientras la comunidad internacional miraba hacia La Haya y no hacia las celdas venezolanas.
No se trata de negar que la complementariedad pueda ser una herramienta legítima allí donde existe un mínimo de institucionalidad —como ocurre en el caso de Israel, donde, pese a todas las tensiones, hay estructuras judiciales reales— y, sin embargo, la Fiscalía optó por ignorarlo por conveniencia. Se trata de afirmar, con toda claridad, que pretender aplicarla en Venezuela, en los términos en que se hizo, constituyó un acto de irresponsabilidad ética. La oficina en Caracas se convirtió en el emblema de la normalización de un interlocutor que no era un aliado en la búsqueda de justicia, sino el principal sospechoso.
Usted vincula esta decisión con la actuación del fiscal Karim Khan y de su entorno. ¿Cuál es, a su juicio, la responsabilidad del fiscal Khan en este panorama?
La responsabilidad del fiscal Karim A. A. Khan es central, porque él no es un observador pasivo: es el arquitecto de la política de complementariedad y de la presencia reforzada en Caracas. Bajo su mandato se firma el memorando de entendimiento, se impulsa la narrativa de la “oportunidad única” de trabajar con el régimen y se instala la oficina de la Fiscalía en territorio venezolano.
Pero esa responsabilidad va mucho más allá de un desacierto de política criminal. Estamos hablando de un conflicto de interés grave, documentado en expedientes oficiales, en el que la cuñada del fiscal, la abogada Venkateswari Alagendra, aparece como parte del equipo legal que representa al propio régimen de Nicolás Maduro en la CPI. Ese vínculo familiar, profesional y jerárquico, ampliamente silenciado por la prensa internacional y plasmado en nuestros escritos ante la Corte, era incompatible con la exigencia de imparcialidad que establece el artículo 42(7) del Estatuto de Roma y las reglas de procedimiento y prueba.
Lo más grave no es solo que ese conflicto existiera, sino que, pese a que la información era conocida desde el 7 de noviembre de 2023, la institución guardó silencio. Durante años, mientras la Fiscalía hablaba de cooperación y complementariedad, las víctimas veían cómo el tiempo corría a favor del régimen. El efecto objetivo de ese entramado fue darle oxígeno político y jurídico a Maduro, permitiéndole prolongar su permanencia en el poder, manipular procesos electorales, perfeccionar sus aparatos de tortura y empujar al exilio a millones de venezolanos.
Cuando una Fiscalía que conoce esos datos decide continuar como si nada, no basta con hablar de un error de apreciación. Estamos ante una forma de corrupción ética: la renuncia consciente a aplicar, con rigor, los estándares de imparcialidad que se exigen a cualquier juez o fiscal en un Estado de derecho mínimamente serio.
Usted ha sido reconocido como víctima en la Situación Venezuela I y también actúa como representante de Arcadia Foundation. ¿Qué papel han tenido usted y Arcadia en la revelación y denuncia de este conflicto de interés?
En mi caso, la lucha no empezó en un escritorio de Bruselas o de Washington; empezó en la experiencia personal de ser obligado a huir de mi país, de perderlo todo en 2002, de ver cómo, durante más de dos décadas, el aparato chavista se consolidaba a pesar de denuncias reiteradas de crímenes atroces. Esa biografía se proyecta en mi actuación ante la CPI, pero no la sustituye: allí actúo como víctima reconocida por la propia Corte y como representante legal de Arcadia Foundation, que también fue reconocida como representante de víctimas en la Situación Venezuela I.
Cuando, el 6 de septiembre de 2024, The Washington Post hizo pública la información sobre el vínculo entre el fiscal Khan y la abogada que representaba al régimen, la Corte dejó de tener siquiera la coartada del desconocimiento. Aun así, nada se movió. Fue entonces cuando, el 8 de septiembre de 2024, Arcadia y yo decidimos presentar formalmente una solicitud de recusación del fiscal ante la CPI, exponiendo con detalle el conflicto de interés, la relación familiar, profesional y jerárquica, y las implicaciones jurídicas de todo ese entramado.
Esa solicitud fue admitida en el registro el 12 de noviembre de 2024. A partir de allí se desencadena una secuencia de escritos, decisiones, órdenes para alegatos, intentos de cerrar el paso procesalmente a la discusión y nuevos escritos de Arcadia para impedir que el asunto muriera en tecnicismos. La primera respuesta de la Sala de Apelaciones, el 10 de febrero de 2025, fue negar que las víctimas tuviéramos legitimidad para pedir la recusación. Es decir, la Corte vino a decirnos: “ustedes son víctimas para efectos simbólicos, pero no tienen voz cuando se trata de cuestionar la integridad del fiscal”.
No nos resignamos. Presentamos una solicitud para que la Sala de Apelaciones actuara ex officio, como guardiana última de la integridad del proceso. Hubo nuevas desestimaciones, nuevos rodeos, nuevas tentativas de reducirlo todo a formalismos. Solo el 1º de agosto de 2025, después de insistir de manera sistemática, la Sala reconoció que sí existían motivos para que el propio fiscal pidiera ser apartado del caso Venezuela I y le ordenó presentar su excusa en un plazo determinado, reservándose la potestad de descalificarlo directamente si no lo hacía.
Todo esto demuestra algo muy simple: la Corte no reaccionó por iniciativa propia; reaccionó porque una víctima y una organización, sin respaldo estatal y con enorme resistencia institucional en contra, obligaron al sistema a mirarse al espejo.
Usted ha sido muy crítico con la propia Corte por la forma en que respondió a esas denuncias. ¿Dónde ve las principales fallas estructurales del sistema de protección internacional en este caso?
Lo que ha ocurrido con Venezuela I es un caso de estudio sobre cómo un sistema de justicia internacional puede ser traicionado por su propia inercia. La Sala de Apelaciones tuvo, desde el primer momento, todos los elementos para afirmar una verdad jurídica obvia: cuando existe un vínculo familiar y profesional tan estrecho entre el fiscal y un abogado de la parte investigada, la apariencia de imparcialidad está seriamente dañada, y la recusación no es una opción, sino un deber.
Sin embargo, en febrero de 2025 la Corte escogió refugiarse en un formalismo peligroso: sostuvo que solo la persona investigada o juzgada —es decir, el propio Maduro o su círculo— tenía legitimidad para cuestionar la imparcialidad del fiscal, cercenándole a las víctimas ese derecho. Desde la perspectiva de los derechos de las víctimas, eso fue un absurdo: implicó que, cuando el conflicto de interés perjudica a las víctimas, estas deben esperar a que su verdugo decida, magnánimamente, plantear una recusación en defensa de la pureza del proceso.
Esa interpretación es incompatible con el artículo 68 del Estatuto de Roma, que obliga a la Corte a garantizar la participación significativa de las víctimas, y choca frontalmente con principios generales del derecho recogidos en numerosos ordenamientos nacionales, incluidos los venezolanos, donde las víctimas pueden recusar a jueces y fiscales cuando su imparcialidad está en duda.
La falla no es solo jurídica; es moral. Durante meses, incluso después de que los hechos eran inocultables, la Corte optó por mirar hacia otro lado. Solo cuando la presión se hizo insostenible —por la acumulación de escritos, por el peso del expediente y por la contradicción cada vez más evidente entre su inacción y su propio mandato— la Sala de Apelaciones decidió actuar ex officio. Ese retraso tiene consecuencias concretas: son meses y años adicionales de sufrimiento para las víctimas, de consolidación de la impunidad y de erosión de la confianza en la justicia internacional. A pesar de ello, ciertos actores y ONGs de la oposición venezolana conveniente llegaron incluso a sostener —repitiendo titulares según los cuales la recusación habría “paralizado” el Caso Venezuela I desde 2024— que la culpa del retraso recaía en Arcadia, cuando los propios registros de la CPI demuestran que la investigación nunca estuvo suspendida y que lo único que quedó en entredicho, desde el inicio, fue la voluntad del fiscal de actuar con la celeridad que exige el Estatuto de Roma.
¿Cómo se relaciona todo esto con el anuncio del cierre de la oficina en Caracas? ¿Qué mensaje cree que se envía a las víctimas con esa decisión?
El cierre de la oficina es el epílogo lógico —y tardío— de una estrategia equivocada. Durante años se nos dijo que la presencia física de la Fiscalía en Caracas aceleraría la justicia, fomentaría investigaciones internas y acercaría la CPI a las víctimas. En la práctica, lo que vimos fue un despliegue de recursos, de visitas oficiales, de fotografías y de discursos, sin que ello se tradujera en órdenes de arresto ni en imputaciones concretas contra la cadena de mando responsable de los crímenes.
Cuando ahora se reconoce que no hubo “progreso real” y que la oficina se cierra, el mensaje que reciben las víctimas es profundamente ambiguo. Por un lado, podría interpretarse como la aceptación implícita de que el experimento de complementariedad con el régimen fracasó; por otro, si no va acompañado de decisiones firmes —órdenes de arresto, acusaciones claras, cronogramas de actuación— corre el riesgo de ser percibido como un simple ajuste administrativo para “optimizar recursos”.
Yo lo veo de la siguiente manera: la Fiscalía está cerrando la oficina que nunca debió abrir en esos términos, pero aún no ha abierto la única “oficina” que importa de verdad, que es la de la justicia efectiva. Mientras no haya consecuencias penales para quienes han torturado, perseguido y expulsado a millones de venezolanos; mientras no haya nombres y apellidos en órdenes de arresto ejecutables; mientras el régimen siga sintiendo que el tiempo juega a su favor, el cierre de la oficina es apenas un gesto insuficiente, un acto contable, no un acto de justicia.
Usted ha sido muy insistente en que la Asamblea de Estados Parte debe intervenir. ¿Qué espera concretamente de los Estados Parte a raíz de este escándalo y del cierre de la oficina en Caracas?
La Asamblea de Estados Parte no puede seguir actuando como un notario que levanta acta de lo que la Corte hace o deja de hacer. Tiene, conforme al Estatuto de Roma, la responsabilidad política y normativa de asegurar que la Corte funcione de acuerdo con sus fines. Eso implica asumir que el caso Venezuela I ha puesto al desnudo deficiencias graves en el diseño institucional.
En primer lugar, se requiere una clarificación —y, si es necesario, una reforma— del artículo 42(7) y de las normas relativas a conflictos de interés. No puede volver a ocurrir que una relación familiar, profesional y jerárquica tan evidente dependa de la buena voluntad del propio fiscal afectado o de la capacidad de una víctima aislada de convencer a la Sala de Apelaciones para que actúe ex officio. Deben existir mecanismos automáticos de detección, protocolos claros de recusación y plazos perentorios para resolver esos conflictos.
En segundo lugar, la Asamblea debe revisar el alcance real del artículo 68 y garantizar que las víctimas no sean meras figuras decorativas. Si el sistema les reconoce derechos, esos derechos deben incluir la posibilidad de activar, por vías formales, la revisión de la imparcialidad de quienes conducen una investigación. Negarles “standing” en nombre de una lectura estrecha del Estatuto es, sencillamente, negar la razón de ser de la Corte.
Y, en tercer lugar, los Estados Parte deben mirar con honestidad la política de complementariedad. Venezuela demuestra que no basta con firmar memorandos y abrir oficinas. Cuando un Estado es, él mismo, el principal sospechoso, la complementariedad no puede convertirse en un refugio retórico para posponer indefinidamente la acción penal internacional.
En ese contexto, ¿qué lugar ocupan las víctimas venezolanas y, en particular, su propia experiencia como víctima reconocida por la Corte?
La paradoja es profundamente dolorosa. Yo soy, formalmente, una víctima reconocida por la Corte Penal Internacional en la Situación Venezuela I. Esa condición no es una etiqueta simbólica: es el reconocimiento de que he sufrido consecuencias directas del contexto de represión, de que he vivido el exilio por más de 23 años, la pérdida de mi país, las amenazas y la persecución política. Pero esa condición solo adquiere sentido si se traduce en voz, en capacidad de incidir en el proceso.
Lo que hemos vivido Arcadia y yo es, en cierto modo, una prueba de estrés del sistema. Presentamos una recusación fundada, aportamos pruebas, citamos normas, invocamos principios generales de derecho que en cualquier Estado serio habrían llevado a apartar de inmediato al fiscal. En respuesta, primero se nos dijo que no teníamos legitimidad para hablar; luego se nos pidió paciencia; finalmente, tras insistir, la propia Sala reconoció que había motivos para apartar al fiscal.
Esa trayectoria demuestra dos cosas. La primera, que las víctimas pueden, incluso en un sistema tan cerrado como la CPI, forzar grietas en el muro de la indiferencia. La segunda, que el sistema no está diseñado para facilitar esa participación, sino para resistirla. Esa tensión debe resolverse a favor de las víctimas, no en su contra. De lo contrario, el artículo 68 se convierte en un adorno retórico y no en una garantía viva.
La CPI maneja un número relativamente reducido de situaciones, pero dispone de un presupuesto significativo. Usted ha cuestionado la lentitud del proceso. ¿Cómo evalúa el desempeño de la Corte frente a la magnitud de los crímenes en Venezuela?
Si uno observa la estructura de la CPI, se encuentra con una institución que no está saturada por cientos de casos: su jurisdicción es limitada y el número de situaciones activas es manejable para un tribunal de esta naturaleza. Sin embargo, cuando miramos el ritmo de actuación en Venezuela I, lo que vemos no es prudencia, sino letargo.
Desde que se abrieron las investigaciones formales han pasado años sin que se emitan órdenes de arresto contra los responsables políticos y militares de la represión. En cambio, hemos visto un énfasis desproporcionado en la arquitectura de complementariedad, en la firma de entendimientos, en la presencia simbólica en Caracas. El resultado tangible para las víctimas, hasta ahora, es la ausencia de nombres concretos en un documento de acusación y la sensación de que la Corte camina siempre dos pasos por detrás de la realidad venezolana.
Esto no es una crítica ligera. Entiendo la complejidad de investigar crímenes de lesa humanidad, de construir expedientes sólidos, de proteger testigos. Pero también sé que, cuando la maquinaria represiva sigue activa, la dilación se convierte en complicidad objetiva. Cada año que pasa sin decisiones firmes es un año en el que los perpetradores envían al país el mensaje de que la justicia internacional es lenta, remota y, por tanto, manejable.
Para terminar, ¿cuál es su mensaje a la comunidad internacional y a los propios venezolanos ante el cierre de la oficina de la CPI en Caracas y el conflicto de interés que usted ha denunciado?
A la comunidad internacional le diría lo siguiente: no se engañen creyendo que el cierre de la oficina en Caracas, por sí solo, significa un giro histórico en la actuación de la CPI. Ese cierre solo tendrá valor si viene acompañado de decisiones concretas: órdenes de arresto, acusaciones claras contra la cadena de mando, un cronograma de actuación que demuestre que la Fiscalía ha dejado de esperar milagros de un régimen que nunca tuvo voluntad genuina de investigar sus propios crímenes.
Y le diría también que el caso Venezuela I ha revelado algo más profundo que un problema puntual con un fiscal: ha mostrado las debilidades estructurales del sistema de protección internacional, la facilidad con que pueden filtrarse conflictos de interés, la tendencia de las instituciones a protegerse a sí mismas antes que a las víctimas. Si la Asamblea de Estados Parte no aprovecha este momento para reformar, aclarar y fortalecer las normas de recusación, de imparcialidad y de participación de víctimas, el precedente será devastador para otros países y para otras víctimas en el futuro.
A los venezolanos, dentro y fuera del país, solo puedo hablarles desde la verdad. La CPI no ha estado a la altura de la urgencia de nuestro sufrimiento, pero eso no significa que el camino de la justicia internacional esté cerrado. Significa que tenemos que seguir empujando, documentando, denunciando, utilizando todas las rendijas que el derecho ofrece para obligar a las instituciones a ser coherentes con sus propios principios.
La historia juzgará a quienes ordenaron y ejecutaron los crímenes, pero también juzgará a quienes, pudiendo actuar con mayor celeridad y coraje, eligieron la comodidad de la inercia. Nuestro deber, como víctimas y como defensores de derechos humanos, es no concederles el beneficio del silencio.

