Ocho meses después de que el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, anunciara una guerra contra las pandillas, se estima que el 2% de la población adulta del país —aproximadamente 100.000 personas— está ahora tras las rejas.
La represión de Bukele este año, provocada por una ola de asesinatos sangrientos por parte de pandillas que dejó decenas de muertos en marzo, colocó a El Salvador en un prolongado estado de emergencia y relajó importantes derechos constitucionales, como el debido proceso y la libertad de asociación.
Esta política antipandillas de mano dura o “puño de hierro” parece estar funcionando, con las tasas de homicidios en caída en el país, según Tiziano Breda, un experto en América Central de Crisis Group.
Y el propio Bukele ahora disfruta de un renombre con el que muchos líderes solo pueden soñar: un índice de aprobación del 86% en una encuesta de octubre entre 12 países latinoamericanos realizada por CID Gallup lo convierte en el líder más popular de la región, a pesar de las supuestas violaciones de derechos.
¿Pero es sostenible? Los observadores regionales advierten que la popularidad de la política de Bukele podría ser imitada en la región; mientras que otros países de América Latina ya aplican medidas por fuera de lo legal para abordar sus propios problemas de pandillas.
Y como señala Jonathan D. Rosen, profesor asistente de la Universidad de la Ciudad de Nueva Jersey, coautor de varios libros sobre el crimen organizado, el narcotráfico y la seguridad en América, la historia ha demostrado que las políticas de mano dura muchas veces se vuelven en su contra.
El Salvador es el hogar de algunas de las pandillas más notorias del mundo, incluidas Barrio 18 y MS-13. Esta última surgió en Los Ángeles en la década de 1980 entre los inmigrantes salvadoreños que habían huido de su tierra natal en medio de una violenta guerra civil financiada en parte por Estados Unidos. Creció para incluir a otros migrantes centroamericanos y, en la década de 1990, muchos fueron deportados a sus países de origen, lo que provocó una explosión de violencia en esos lugares, explican los expertos.
Antes de la represión de Bukele, aproximadamente 70.000 pandilleros activos en todo el país hacían que fuera “prácticamente imposible que los políticos y funcionarios estatales no tuvieran que negociar con ellos si deseaban, entre otras cosas, llevar a cabo una campaña electoral o brindar servicios en barrios pobres”, según un informe de Crisis Group.
Pero los grupos de derechos temen que el intento por erradicar las pandillas tenga un costo muy alto, entre otras cosas por el arresto de 58.000 personas entre marzo y noviembre de 2022, cárceles abarrotadas y la militarización de la sociedad salvadoreña mientras las fuerzas de seguridad patrullan las calles.
Al parecer, tras el comienzo de la redada de Bukele se produjeron violaciones generalizadas de los derechos humanos: torturas y malos tratos durante las detenciones, y arrestos arbitrarios mientras la policía y el ejército atacaban barrios de bajos ingresos, según un informe de HRW publicado el 7 de diciembre.
Muchos de los arrestos del año pasado parecen estar basados en evidencia cuestionable, como la apariencia de la persona, los antecedentes o denuncias anónimas “y acusaciones no corroboradas en las redes sociales”, escribe HRW.
El 3 de diciembre, la guerra de Bukele contra las pandillas se intensificó cuando las fuerzas de seguridad “cerraron por completo” el municipio más poblado del país, Soyapango. Bukele compartió en Twitter un video que muestra a tropas armadas marchando en el área.
Fuente: CNN